A plena luz, la ciudad y sus mujeres pertenecen a los hombres que silban, chistan y dirigen con total impunidad sus palabras contra sus cuerpos. De noche, en su bici, más rápida y libre, ella aún tiene que seguir esquivando todas esas palabras. Y grita. Y la ciudad repite sus gritos, que se multiplican mil y una veces.
Gritos
Una vez se subió a un puente y gritó (boca contra el viento).
Gritó que el mejor momento del día era cuando volvía del trabajo a casa en bici, con la noche a caída horas atrás. Calles desiertas de miradas que le hicieran colocarse la camiseta para acortar el escote. Gritó que no era justo que solo fuera su ciudad un rato en el camino de vuelta por al noche y que la luz perteneciera a los hombres que silban, chistan y dirigen palabras a su culo y a sus tetas. Gritó que la bici le hacía más rápida y libre, pero que no le ayudaba a esquivar todas las palabras soltadas contra su cuerpo, a plena luz. Gritó que estaba harta. Gritó como desahogo. Nada más.
La ciudad, ayudada por el viento, repitió como un eco sus gritos.
Otras mujeres los recogieron.
María González Reyes, de «La vida en el centro. Voces y relatos ecofeministas»
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