Océano de las historias

Las estrellas desenterradas

«En Nkokolani se dice que el mundo es tan grande que en él no cabe ningún dueño», cuenta el escritor Mia Couto (Beira, Mozambique, 1955) en su majestuosa y maravillosa «Trilogía de Mozambique. Las arenas del emperador», obra que acaba de publicar la editorial Alfaguara en castellano. Tres libros en uno, «Mujeres de ceniza», «La espada y la azagaya» y «El bebedor de horizontes», para adentrarnos con la maestría y magia de Couto en la oculta historia de su país, Mozambique, en las de África y; Europa. A continuación os ofrecemos el comienzo de este imprescindible libro.

Estrellas desenterradas

Todas las mañanas se levantaban siete soles sobre la llanura del río Inharrime. En aquellos tiempos, el firmammento era mucho más vasto y en él cabían todos los astros, los vivos y los que habían muerto. Desnuda como había dormido, nuestra madre salía de casa con tamiz en la mano. Se disponía a escoger el mejor de los soles. Con el tamiz recogía las restantes seis estrellas y las traía a la aldea. Las enterraba junto a un termitero que había detrás de nuestra casa. Aquel era nuestro cementerio de criaturas celestiales. El día que lo necesitáramos, iríamos allí a desenterrar estrellas. Gracias a ese patrimonio no éramos pobres. Eso decía nuestra madre, Chikazi Makwakwa. O simplemente mame, en la lengua materna.

Quien nos visitara conocería la razón de tal creencia. Y es que en el termitero se enterraban las placentas de los recién nacidos. Sobre el montículo de las termitas creció una mafurreira. Alrededor de su tronco las telas blancas. Allí hablábamos con nuestros difuntos.

Con todo, el termitero era lo contrario de un cementerio. Era el guardián de las lluvias, y en él habitaba nuestra eternidad.

Una vez, tamizada ya la mañana, una bota pisó el Sol que mi madre había escogido. Era una bota militar, como las que usaban los portugueses. Sin embargo, en esa ocasión la calzaba un soldado nguni, que venía por orden del emperador Ngungunyane.

Los emperadores tienen hambre de tierra, y sus soldados son bocas que devoran naciones. Aquella boca rompió el Sol en mil pedazos. Y el día se oscureció. Los días siguientes también. Los siete soles murieron bajo las botas de los militares. Nuestra tierra estaba siendo devorada. Sin estrellas con las que alimentar nuestros sueños, aprendimos a ser pobres. Y a perdernos en la eternidad. Sabiendo que la eternidad no es más que otro nombre que se da a la vida.

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