Océano de las historias

El sacrificio de lo nuevo

«Cuando eres negra y pobre y apareces en un sistema que te mira como si fueses
mugre. Cutre. Desechable. Rota. Mano de obra. Que te habla como si fueses ropa heredada», desde ahí escribe la poeta y dramaturga sudáfricana Koleka Putuma (Puerto Elizabeth, 1993). «Amnesia colectiva» es su primer poemario y lleva ya ocho ediciones en su país. La editorial Flores raras acaba de publicar en castellano la primera traducción a otra lengua de esta impactante obra. Aquí podéis leer y escuchar su extenso poema «Ropa heredada».

Ropa heredada

En enero,
se celebran los cumpleaños
con un cubo de KFC, una tarta básica y Coca-Cola.
En enero abren los colegios, así que ni te plantees montar una fiesta;
tenías suerte
si te dejaban invitar a tus amigas de la casa de al lado.

Pero incluso con el síndrome de enero,
nos asegurábamos de no aparecer el primer día de clase
con el uniforme de noviembre o las trenzas de diciembre,
aunque estuvieran aún en buen estado.
Todo tenía que ser de estreno: el cabello relajado o afeitado,
una capa de vaselina tan gruesa que podría aguantar todo tipo de clima.
Estábamos relucientes y llenxs de esperanza.
¿De qué?
No lo sabíamos.
De las raíces del pelo a las uñas de los pies, éramos nuevxs.

El primer día de la escuela siempre era un concurso,
una competición que demolía algunas carteras en secreto.
Nos mirábamos de reojo a los zapatos para ver si eran Toughee o Buccaneer.
Los niños que llevaban Grasshoppers eran superguays.
Las niñas que no cumplían la norma de cubrirse las rodillas
eran delincuentes castigadas a quedarse después de clase.
No valía nada el material escolar si no venía en una caja de los Waltons.
No se empezaba a aprender hasta que tu cuaderno negro estaba forrado de plástico y colorines.
Nuevo nos marcaba, daba forma a nuestro comportamiento y nuestras poses.
Nuevo creaba la ilusión de que algunxs tenían más de lo que lucían.

El sacrificio abastecía.
El sacrificio se multiplicaba milagrosamente frente al amor
o la vergüenza.

Vengo de una estirpe de multiplicación:
de maná caído del cielo,
de dos peces y cinco panes,
de agua convertida en vino.
También vengo de una estirpe de prestar y pedir prestado.
El azúcar de la vecina era un tarro abierto, sin deudas ni cobros.

(a veces) nuevo era un lujo,
era lo imposible enviado a Dios por oración.

Lxs hermanxs mayores deben llevar el jersey con cuidado y solo los domingos,
en dos años será tuyo

era lo más nuevo que iba a ser (a veces).

Si se rompía, podía repararse.
Si se moría, podía resucitarse.
Si se rasgaba, podía remendarse.
Si se perdía,
¡pues-lo-en-cuen-tras-que-el-di-ner-o-no-cre-ce-en-los-ár-bo-les!

Nuevo era sinónimo de rico, aunque no fuese verdad.
Nuevo era un adjetivo para la ansiedad.

La tensión entre nuevo y de segunda mano
era como vivir en una casa sin techo
y esperar que no lloviese,
cruzar los dedos para que tu marca Sin Logo no te delatara
ni destacara ni te desnudara en público.

El anhelo por lo nuevo cultivó malas costumbres,
nos tejió deseos dentro
que podíamos articular a través de la imaginación.

En nuestra imaginación,
éramos cuerpos oscuros
viviendo como reyes en la casa de lxs blancxs.
Éramos superhéroes y modelos huesudas
de cara blanca.
Pedíamos postres que no sabíamos pronunciar
en acentos que no eran los nuestros.
Ibamos en aviones con destino a cualquier lugar
que no fuera de donde éramos.

Incluso nuestra negritud era inasequible.
No éramos tan pobres como para no permitirnos un ¿Y si…?
Éramos cuándos y cómos y ahoras
y chasquidos de los dedos para meterle prisa al camarero.

Nuevo
era
una
soga
con
la que
aislarnos
de
la
realidad.

He heredado una estirpe de ropa de segunda mano.
Ha hecho una mecánica y maga de mí.
Ha hecho de mi cuenta bancaria un cubo con un agujero.
El impuesto negro es el agua.
He aprendido a decir que tengo el vaso medio lleno hasta cuando está roto.
También sé clonarme a mí misma.
Dar, incluso cuando no queda.
Tengo a las sobras de mis abuelxs en mis hábitos.

En el lugar de donde vengo,
las herencias no eran siempre cosas materiales.
Una zapatilla de seiscientos rands en la mesa del comedor
era la manifestación de un hambre que llevábamos dentro
y la comida no podía llenar.

Cuando eres negra y pobre
y apareces en un sistema
que te mira como si fueses
mugre.
Cutre.
Desechable.
Rota.
Mano de obra.
Que te habla como si fueses ropa heredada.
Que te gasta como si fueses ropa heredada.
Que te pisa como si fueses ropa heredada.
Que te tira como si fueses ropa heredada.
Nos hacemos pobres para parecer ricxs.

Abrimos la puerta a «la riqueza» con créditos y deudas
y pagos a plazos y cuentas Foschini y facturas
y un ansia constante de más.
De mejor.
De nuevo.

El sistema nos tiene en chozas, lidiando con el síndrome de vivir al día.
Nos tiene conduciendo Mercedes por asentamientos ilegales.
Nunca deja de enseñarnos
lo que no podemos tener,
lo que no podemos ser,
y lo que nos han robado.

En el lugar de donde vengo,
heredar ropa no fue siempre una elección.
(a veces) era lo único que había.
(a veces) era un amor que
decía: Lo he cuidado como oro en paño para ti.
Decía: Ponte este recuerdo conmigo.
Decía: No me saciaré hasta que tú comas.

(a veces) la ropa heredada era un sacrificio que decía:
Estoy aquí.
Sin importar el estado.

Koleka Putuma, de «Amnesia colectiva» (Editorial Flores raras)

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